Mindundi
Se sentía como una mindundi
mientras reflexionaba frente al espejo, mal apoyada en el lavabo, preguntándose
por la imperfección de la mediocridad que le acosaba en todo cuanto hacía, sin
entender por qué todo se le pudría tan rápido… en un mundo agrio que no
entendía. De pronto, solo asintió para sí. Y sonrió.
Se había dado cuenta de que
el mundo que le sostenía solo era una prueba. Una prueba de la que liberarse.
Liberarse de las dudas, el miedo y el dolor.
Aunque ya lo hubiera intuido o pensara que lo había ido aprendiendo a lo
largo de las décadas, cada una de ellas como una losa en su fosa llena de
cruces de caminos, fue en ese preciso instante en el que su rostro en el espejó
se lo mostró con total claridad. Como si se hubiera desempañado como el vapor
de la ducha que escapa al abrir la puerta.
Había comprendido que
daba igual lo que hiciera, cuánto se esforzara…, siempre habría dificultades a
menudo sin sentido, sin lógica o razón, adversidades irónicamente formando
parte de la tragicomedia de su vida en la que al mirarse de nuevo en el espejo
del lavabo solo podía sonreír de nuevo, como si no fuera posible lo que estaba sucediendo,
como si no pudiera estar ocurriendo tal macabra broma. Tampoco le consolaba que
quizás ora más triste les pudiera estar sucediendo a los demás. Pero a medida
que pasaba el tiempo, esquivar preguntarse por el porqué de las cosas no era
suficiente.
Lo importante ahora era
el qué- Qué podía hacer ella para aliviar todo mal propio, ajeno y hasta el
desinteresado. Esto reconcomía su alma como la carcoma se comía las sillas de
la casa de su abuela. Como paliar ese sufrimiento. Es lo mismo que descuidar su
cepillado dental, sabía que tendría consecuencias pero aun sabiéndolo… es que
son tantas veces al día!. Si eso era tan cierto como cuesta arriba se le hacía
la constancia, admitir que había partes de su destino que serían irrefutables e
imposibles de esquivar le había cambiado en su forma de entender los problemas,
en su forma de vivir. Como el que retorna de entre el límite de la vida y ahora
ya no observa la ruina, el fracaso, el éxito, la tristeza o la felicidad.
Observa con detenimiento otra oportunidad y lo hace desde la comodidad de conocerse
en un segundo hogar sin final, donde la esperaban muchísimo más incluso que en el
propio. Como el que mira a los demás como los padres miran a sus hijos ahí
jugando con la inocencia de quienes todavía desconocen todas las amplias realidades
de la vida. Aunque esa es su vida en ese instante y les sobra y les baste,
aunque tampoco pueda aseverar lo que vendrá.
Tras mucho pensar,
reflexionar, meditar y cavilar. En sus adentros notaba que no podría ser de
otra forma. Tenía que haber una chispa divina que lo manejara todo. Y cuantas
más preguntas se hacía más profundas eran las respuestas y con ellas las nuevas
preguntas que necesitaba para resolver sus cuestiones anteriores. Tan
incuestionables como irresolubles. Como
si hubiera sido más feliz cuanto menos sabía.
Antes era a veces, pero
ahora, a menudo pensaba en que para entender a los demás primero hay que
postular: si nuestra opinión es diversa ¿quizás sea la nuestra la equivocada?.
Si luego no lo es se rechaza la hipótesis nula. Concluyó, que solo así había
aprendido algo. Pensaba: Observar y escuchar primero. Pareciera un dicho o sabiduría
popular de los valores de la sociedad moderna más actual, pero observaba a su
alrededor y a lo largo de los años podía confirmar que no debía serlo tanto. Que,
a pesar de los milenios, de las apariencias de lo que quedaba bien en el
panfleto, el pensar y sentir no había cambiado tanto.
Pensaba que existía un
muro intelectual en quienes no les gustaba que les llamaran ignorantes por no
decir imbéciles. Pero ella no lo hacía, tampoco maldecía, porque no le salía. Y
eso que, si miraba al mundo en que habitaba, como lo haría un extraterrestre o
su mismísimo Ángel de la Guarda, desde fuera, observándonos como a un todo
propio e impropio, no entendía en absoluto la desgoznante destrucción del
conjunto. En lo grotesco del absurdo. Nada tenía sentido. Y de existir su
ángel, mucho habría tenido que hacer porque si así había sido su vida con la
ayuda de su guardián, se compadecía de sus propias miserias en lo absoluto de
su entereza …
Porqué a unos tanto y a otros
tan poco o quizás a todos por igual de la misma medida que cierto es que no
conocemos el sufrimiento detrás de la apariencia de cada mundo, de cada personalidad
y de cada alma. Ella nunca se había enganchado a nada pero no juzgaba al
fumador que apagaba su cigarro con premura en la acera justo antes de entrar en
el club de enfrente, casi cada martes noche, aunque le tocara barrer las
colillas a la entrada de su portal.
Y si hubiera reencarnado,
se preguntaba qué sería lo que habría hecho mal… en cuantas vidas y porqué …Si
era cierto que uno elegía su propio destino antes de venir. Cómo era tan ilusa
de haber firmado ese contrato, con tantas frases oscuras. Después de todo, ella
se conformaba con una paz tranquila que le permitiera vivir sin resignación ni
dolores profundos. No deseaba un paraíso de flores bellas. Después de todo
tampoco se sentía libre pero eso no le hacía menos feliz. Le bastaba con ir
avanzando, a su manera.
Pero el tiempo no se lo
permitía. También avanzaba inexorablemente alimentándose de sus sueños y para
recordárselo también había ido marcando de arrugas las palmas de sus manos. Pero
el tiempo también se había ido alimentando de sus pesadillas. Sabía bien que no
hay nada más justo que el tiempo y sus consecuencias. La balanza que pesa por
igual a cada quien en cada uno de sus momentos. Sin importar si es ahora, luego
o después. Es el tiempo quien manda. Y cada uno dispone de un tiempo, propio o
concedido, cada uno con el suyo.
Y así pasó más tiempo,
mucho tiempo.
Pero al final después de
todo, admitiendo y aceptando las desavenencias y los palos de la vida, en su
senectud, después de haberse apoyado cada día, en múltiples lavabos, algunos de
ellos sin espejo … seguía sin ser completamente feliz en vida. Como una
maldición de la que no podía escapar. Como si aun conociendo el secreto de la
vida no bastara para sobreponerse. Como si al igual que todos tuviera que
vivirla.
Y de todas las anécdotas
de su vida siempre recordaba una.
Había un cuadro sin
nombre, y a su lado todos pasaban de largo. De pronto, alguien tropezó y rasgó
el lienzo al apoyarse sobre él. En ese momento todos se fijaban en el cuadro
hasta que lo descolgaron para restaurarlo... Pero, al final, el más visto
siempre era el espejo del aseo.
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